jueves, 10 de junio de 2010

Cansado de ti



Llego al garito desde donde me ha llamado. En un sitio caro, en la parte alta de la ciudad, lejos de las cloacas de los barrios cerca del puerto. En los años setenta, aquí venían los hijos de las casas con solera o adineradas. Eso acabó hace mucho tiempo, ahora sólo es un bar de diseño con vistas a Barcelona y lo frecuentan desubicados con ínfulas de algo que ni ellos mismos saben definir porque ni tan solo calzan una imaginación, y ya no digamos una educación, que les permita intuirlo.

María está el fondo de la barra, tratando de sonreír a tres tipos sórdidos que visten trajes caros y apretados y que llevan camisas de colores más abyectos aún que ellos, abiertas para dejar a la vista cordones de oro probablemente fundidos con parte de las reservas de un país nacido hace muy pocos años por y para el contrabando.

Me ve y me sonríe, su cara se relaja, deja de sonreírles a ellos. Dos de los hombres se giran hacia mí mientras el otro sigue fijo en María, el más viejo de ellos le dice algo al oído al más joven. Calculo que debe de tener unos veinticinco años. El muchacho me corta el paso, me pone la mano en el pecho y me mira con desprecio: la pose de portero de discoteca imitando a un guardaespaldas. Le digo que he venido a buscar a la señorita, que la esperan en casa y él ni se inmuta; no conoce mi idioma, probablemente ni siquiera sepa el suyo.

Le aparto la mano de mi pecho y lo empujo con fuerza apartándolo de mi camino, tropieza con una mesita y una silla baja, pierde el equilibrio, oh qué sorpresa. El hombre que le dijo al oído algo al muchacho da un salto desde el taburete en el que está sentado. Antes de que su pies toquen el suelo una fuerza superior a su caída lo levanta del suelo por encima de la barra. Esa fuerza superior tiene que ver con un gancho de derecha en su mandíbula y conmigo.

El chico se me acerca, se cubre como lo haría un boxeador profesional si estuviera borracho, tuviera parkinson o no hubiera ganado nunca un combate limpio. Finta a la derecha y luego a la izquierda torpemente y sin ritmo pero con una seguridad en la mirada que cualquiera que lo tuviese en frente sabría que le va a costar un buen disgusto. No se puede estar seguro de unos movimientos tan mediocres, finta a la derecha de nuevo, hace un amago, me finta otra vez a la derecha. Lo más probable es que piense que un viejo como yo sea infinitamente más lento que él. Creo que tiene razón.

Cuando intenta fintarme hacia la izquierda yo ya hace una eternidad que soltado el puño hacia un lugar común, un lugar donde se encontrarán su cara y el jucio final donde pagará en demasía tanta estupidez. No lo ve venir, cuando se da cuenta y los músculos de su cara empiezan a crear el boceto de un gesto de sorpresa, un ruido sordo como el de un bala atravesando un plato de porcelana resonará en algún lugar recóndito de su conciencia. No creo que llegue a sentir dolor. Su cuerpo se desvanecerá como si a un androide, de repente, le hubieran cortado el suministro eléctrico que le mantiene de pie. ON/OFF. Su cerebro seguirá procesando lo que le llega a través de los ojos pero ya no podrá entenderlo, tampoco entenderá como se ha convertido, de repente, en un espantapájaros al que, como por arte de magia, le han robado la percha que lo sujeta. Me mirará mientras cae y no podrá ni siquiera odiarme.

Noto los huesos de su cráneo al quebrarse contra mis nudillos. No siento nada más, sólo la presencia de María y su orgullo, no de que haya acudido a su rescate de nuevo sino un orgullo propio, como si ella hubiera derrotado personalmente a los dos esbirros del tipo que tiene delante. Le tiendo la mano. María extiende el brazo como si un gigante fuera a besarle la mano. Noto el tibio tacto de sus dedos. Viene hacia mí sin dejar de mirarle exhibiendo su triunfo ante él.

Salimos del bar. "Has tardado mucho" me dice

"El día menos pensado no podré venir y a ver qué haces" le digo.

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