
Siete llamadas en una hora. No le cojo el teléfono. Mi jefe me mira mal y no sé si acierto muy bien al dar una explicación "Es una llamada personal, la devolveré a la hora una vez haya salido". "Parece urgente, la próxima vez, cójala Álvarez".
Suena de nuevo. Mi jefe me mira con severidad. Me levanto y salgo de la oficina en dirección a la calle. En la puerta dos chicas de administración fuman y hablan de hombres. En cuanto me ven llegar apagan sus cigarrillos y entran de nuevo en el edificio con cara de "¿se habrá dado cuenta de que llevamos aquí quince minutos?". Descuelgo al décimo tono.
-¿Por qué no me cogías el teléfono?- me suelta como una primera andanada a la que sé que seguirán otras si no lo paro a tiempo.
- Estaba con mi jefe. Lo has puesto nervioso.
_ ¿Tanto costaba descolgar decir que estabas con él y decirme luego te llamo? me dice notablemente enfadada, como una niña pequeña con la llegada de un nuevo hermanito.
Querría decirle que no estaba seguro de si la iba a llamar luego, quería decirle que tal vez la última vez fue, esta vez sí, la última vez.
_ Creí que entenderías que en horario de trabajo mi disponibilidad para discutir es limitada. Generalmente suelo estar concentrado en lo que hago y tengo que estar muy seguro para poderlo defender en las reuniones con mi jefe. Sabes que no puedo perder mi trabajo. Ahora no.
_ Me podías haber enviado un sms, yo te importo muy poco ¿verdad?_ dice en un tono que quiere que parezca triste pero que es otra cosa, no sé muy bien qué, pero otro sentimiento distino, el parásito que se alimenta de ese sentimiento.
No digo nada, podría decir que no, que no me importa un pimiento, que la detesto por su traición pero sobre todo por esa excitación que siente ante la idea de esa traición. No puedo dejar de pensar que ojitos azules probablemente sentiría ese mismo ardor en la sangre que ella, esas ansias por bajarle los pantalones y cogerle la polla con la mano y notar esa fuerza que cree en ese instante que sólo es para ella. No, no puedo decirle que no existe en el mundo una razón para que quiera estar con ella excepto la insana violencia que mi cuerpo elimina con el sudor y las embestidas contra su cuerpo, no podría decirle que follarla es lo más alejado que he estado nunca de hacerle el amor a una mujer.
_ Si no me importaras no te estaría llamando_ le digo.
_ Lo siento, Al, necesito verte, ni como, ni duermo; no vivo. Esta tarde iré a tu casa. A las cinco. Dime que sí.
No me gusta ser la droga de nadie, no me gusta que deseen estar conmigo porque les es insoportable el no estarlo. No, porque me convierto en un objeto, algo que sacia a un monstruo que vive en las profundiades del alma y que siempre está al acecho, un monstruo que no duerme, que sólo busca algo que le calme y está dispuesto a todo por ello. No, definitivamente no me gusta esto.
_ No, rubia, será mejor que no.
Podría decirle que ella llegará a las cinco con una bolsa de una tienda de marca y se irá a las ocho llevándosela como excusa perfecta cuando llegue a casa. Y entonces yo me calzaré las deportivas y saldré a correr para poder descargar toda la rabia que, en lugar de irse del todo, ha dejado hueco para otra más ácida y menos sana, una rabia de vida desperdiciada, de vida sujeta a una inercia de días absurdos, de soledad muy bien disimulada, una rabia-soledad de libros en la mesita de noche, de ir descontando las horas hasta que llegue, de nuevo, la muleta de la rutina, de sacar el coche del garaje e ir quemando gasolina hasta el trabajo, de dejar el alma en la puerta de la oficina junto al cenicero y las colillas de las chicas que bajan a fumarse el cigarrillo.
_ Pídeme lo que sea, Al.
_ Quédate a dormir conmigo.
Ella permanece en silencio unos segundos. Luego dice:
_ Sabes que no puedo.